18 agosto 2016

Kintsugi

Kintsugi significa literalmente, en japonés,  cicatriz dorada. También es el nombre que se le da al arte oriental de reparar objetos con oro, mejorando la pieza inicial y convirtiéndola en una obra de arte. 
El kintsugi forma parte de una preciosa filosofía vital que plantea que las roturas y reparaciones conforman también la historia de un objeto y que deben mostrarse en lugar de ocultarse, constatando así su transformación y evolución. 

Lo leí el otro día en un blog (no recuerdo en cuál, lo siento por no poner la referencia) y me fascinó. Me quedé impresionada porque mientras leía sobre el tema y contemplaba fotografías de jarrones y platos maravillosamente restaurados, no podía sino verme reflejada en ellas. Yo, que me he roto tantas veces. Que me pegado cada pedacito una y otra vez. Que me he remendado. Que tengo mil pespuntes por cada rinconcito de mi anatomía. Que me he cosido de nuevo el corazón al pecho. Que llevo pegotes de pegamento hasta en las orejas. Que me las he apañado no sé bien cómo para seguir siendo yo, con mis ilusiones iniciales y mi forma de ver la vida. 
Yo me siento un poco así, porque me gusta cómo soy (con mis imperfecciones y mis cicatrices) y porque por muchas experiencias pasadas y peso que haya sobre mis hombros, desde mi infinita resiliencia me niego a desmoronarme y a pensar que ya no volveré a sentir igual nunca más.  Cada vez que me caigo y me rompo, me recupero y vuelvo a empezar. Desde cero, aunque aún más dorada -sabia- que antes. 

Mi experiencia me ha enseñado que si hablamos de dolor hay dos tipos de personas: las que no pueden evitar cambiar con los golpes de la vida y se transforman en una versión más fría y gris y deslucida de sí mismas, y las que lucen cicatrices de oro y siguen queriéndolo todo.
Y cada vez que alguien me dice "lo siento mucho pero  es que yo estoy roto", a mí se me desprende un pedacito del pecho y tengo que irme corriendo; alejarme lo máximo posible de esa persona que trata de mermar mis ilusiones para poder pegármelo de nuevo y seguir adelante. Yo no quiero rotos y medias tintas: me merezco a alguien que quiera bañarse en oro y seguir funcionando conmigo. 








15 agosto 2016

The perks of being a señora

Si una mañana te levantas, te recoges el pelo en un moño desaliñao, te miras al espejo mientras te atusas la bata o el vestido de flores del chino y de pronto comprendes que te has convertido en una señora, no te entristezcas. 
Tampoco te apenes si ya se te ven las raíces de las canas, si cada vez te cuesta más cubrirte las arrugas con el maquillaje, si te duelen las piernas después de estar de pie media hora o si la mitad de tu armario ya no te entra.
No sufras si cualquier comida empieza a sentarte mal por las noches, si salir de juerga hasta el amanecer te apetece menos que ser mordida por un tiburón blanco, si de pronto cualquier zapato te resulta más bonito cuanto mayor sea su comodidad o si ya los piropos que te decían por la calle se están convirtiendo en "espere, que le ayudo". 

Algo está cambiando en tu vida y no sirve de nada intentar negarlo: la señoridad es fuerte en ti. Asumirlo y aceptarlo como parte de la evolución de la vida es -lo prometo- lo mejor que te podría pasar nunca. De verdad, eh, que ya sabéis que yo soy muy payasa y me río mucho pero que no digo nada por decir. 
No importa si tienes 25, 30 o 40 años: toda mujer sabe cuándo se ha transformado en una señora; aún así algunas ya nacen siéndolo y otras no llegan a serlo nunca. 
Pero si ese momento llega tienes dos opciones... deprimirte llorando por aquello que fue y que no volverá, o alegrarte por lo que está por venir ahora que tienes superpoderes nuevos. A partir de este momento podrás hacer exactamente lo que te dé la real gana, porque las señoras ya tienen una edad (espiritual) como para pasar del resto de la humanidad y buscar su felicidad. 
Ya no pasa nada por emborracharte a las cuatro de la tarde, por ser borde para algunos e imperfecta para la mayoría, por decir las verdades que antes te traían problemas, por comer lo que te gusta y te apetece, por dormir cuando tengas sueño sea la hora que sea, por elegir el mejor asiento, por quedarte en casa si no te apetece salir, por no ir siempre correcta y arreglada,  por estar sola, por llorar y reír con mucha fuerza y perder la compostura hasta que te duela la barriga, por no ser lo que otros consideran sexy, por decir tacos y ser histriónica, por coger lo que quieres, por resultar hortera y excesiva, por luchar por lo que te pertenece y es justo, por ser excéntrica o ser simple si te apetece (y por cambiar de opinión si te da por ahí), por llevarte una silla a la playa y abanicarte golpeándote las tetas, por cantar en voz alta, por pagar más por una habitación mejor y por obtener un mejor servicio, por mandar al carajo a quien te haga infeliz, por dejar de tener una conciencia innecesaria, por no invertir tu tiempo en tratar de hacer que te comprendan, por cambiar el sentimiento de culpabilidad por una voz que te dice "blablablabaconblablabla", por decir que no,  por verte guapa así, tal y como eres. 

Cuando eres una señora ya no importa nada de eso, y no porque te vuelvas invisible al resto del mundo de golpe y ya nadie te vaya a criticar nunca más, sino porque ya todos y todo te importan un pimiento y empiezas a ser lo más importante de tu vida. Algunos lo llaman la sabiduría de los años; yo lo llamo encontrar el equilibrio.


A mí nunca me molestó que me empezaran a llamar de usted. No recuerdo bien cuál fue la primera vez, pero no me supuso un trauma. No me da miedo cumplir años: me daría mucho más miedo que pasara el tiempo y yo no hubiera aprendido a sentirme dichosa por ser quien soy, la señora estilosa y pava que le canta coplillas a su gato en la que me estoy convirtiendo.


02 agosto 2016

DIEZ AÑOS COMO DIEZ OVEJAS


Diez años, señores. En diez años estudiamos dos carreras. Criamos a un hijo. Nos compramos un coche y lo cambiamos por otro. Nos enamoramos, nos casamos, nos divorciamos y después nos abrimos una cuenta en Tinder, optimistas. 

En los últimos diez años yo no he hecho nada de eso, pero sí que he dado muchos bandazos por la vida: pasé por la universidad; conseguí mi primer trabajo en el rent a car; aprendí lo que es ver pasar por mi vida a varios grupos de personas;  cambié de trabajo (4 veces); me mudé cinco veces y viví en diferentes ciudades; aprendí catalán, italiano y mejoré mi inglés; me enamoré varias veces y me desenamoré otras varias; engordé, adelgacé y volví a engordar; me despedí de mi fiel Cholo y, algunos años después, le di la bienvenida a mi Nico; conservé a mis amigos de siempre y recuperé algunas viejas amistades; conocí a gente maravillosa gracias a Internet;  viajé a Londres, a Asturias, a México y a Cuenca; lloré y reí a partes iguales; dejé crecer mi pelo hasta parecerme a la protagonista de The Ring y después me lo corté hasta la barbilla sin temor ninguno; me formé para ser profesora y por fin me medio estabilicé laboralmente hasta llegar a ser la catastrófica profe de español que soy ahora...

Y por encima de todos esos cambios y de idas y venidas, siempre, siempre, siempre hubo una constante. Una sola cosa que no ha cambiado ni desaparecido porque he luchado por mantener: mi blog. 

Una de Rizos... me ha acompañado desde el día 2 de agosto de 2006, cuando escribí aquella entrada enigmática y llena de carisma que me hacía entrar pisando fuerte en la blogsfera. Después vinieron las citas, los parques, los cines, quedar como amigos. Los primeros multiposts, las primeras chorradas, los primeros relatos,  las colaboraciones con el Mierdiario de Albret (que siempre ha sido el blog amigo/enemigo de Una de Rizos...). Las decepciones y ese sentimiento de alivio que siento al venir a contároslo. Los Ojos Grises (y los ojos tuertos). Los posts sobre la Maldición de mi Cumpleaños.  Las predicciones para la feria. Lo de Charlie.  Los posts sobre Eurovisión. Los desamores dramáticos.  Lo de los pitos.  Los propósitos de Año Nuevo. Los expedientes-X.  Las 130 respuestas que Alberto y yo les exigimos a los guionistas de LOST. Las frases que estropean canciones. Los A TOMAR POR CULO TODO YA.  La increíble y desafortunada vida del pez Luna.  El adiós a Cholo.  Mis teorías sobre Cuenca. Mi peculiar forma de mandar a alguien al carajo.  El día en que lancé la búsqueda del gato perdido  y su posterior desenlace,  Mi homenaje amoroso a los frikis y cómo conseguí que muchos jóvenes solitarios pillaran cacho.  Los posts sobre mis peores citas.  Mis cartas a mi yo del pasado. La #balidomancia. El famoso post de mi primera vez con sujetador.  La increíble historia de cómo le busqué esposa a un señor de Munera y de cómo me entrevistaron en Radio Castilla la Mancha. Los posts de felicitaciones para mi madre. Mis dramas de intensita.  Lo del bikini. 

Podría resaltar mil posts porque aquí os he venido a contar todo lo que me preocupa, lo que me alegra, lo que me duele o lo que me ha hecho feliz durante diez años. Y lo más maravilloso de todo es que la mayoría de vosotros, los que me estáis leyendo ahora, me habéis acompañado durante bastantes kilómetros del camino por alguna razón extraña que nunca comprenderé pero que me pone muy contenta. 

No podría agradeceros a cada uno todo el cariño y los ánimos que me habéis dado este tiempo, porque sois muchos y además han sido muchos comentarios y bromas por las redes sociales. Pero que sepáis que si Una de Rizos... sigue aquí es porque soy una cabezota y una pesada y porque escribir un blog me hace mucho bien, pero también porque vosotros me habéis ayudado y alentado y habéis sido mis cómplices de aventuras desde 2006. Todo es mucho más divertido cuando no camino sola ^_^


Espero de corazón que me sigáis acompañando el tiempo que siga por aquí, rizos al viento. Si algún día llego a lo más alto y me hago rica, prometo repartir el éxito (el dinero no) con los que me leéis ;)


Un beso gigante para cada uno -hasta para mis haters, que estoy rumbosa- y, que no se nos olvide, 

¡¡¡FELIZ CUMPLEAÑOS, UNA DE RIZOS...!!!