27 enero 2007

A las 7:05 exactamente

Todas las mañanas repito los mismos movimientos como un ritual, como si mi cuerpo fuese una máquina cuya labor fuese ejecutar las mismas acciones a diario. Es una de mis manías: ponerme siempre primero el calcetín y el zapato derecho, guardar el móvil en el bolso nada mas ponerme en pie, recogerme el pelo antes de lavarme los dientes, tomarme el café justo antes de ponerme el abrigo y salir zumbando o intentar llegar siempre a la parada del autobús a las 7:05 a.m. exactamente.
Y a veces me gusta comprobar que no soy el único animal de costumbres del planeta. Cada mañana, (a las 7:05 exactamente) en la parada donde cojo el autobús hay una pareja de novios que, supongo, tienen la manía de intentar llegar a las 7:04 todos los días.
Como ya somos casi conocidos, cuando paso junto a ellos para colocarme en la fila de gente que espera les saludo con la mano y les sonrío, puesto que no hay nada que me alegre más el día que la primera sonrisa de la mañana. Ellos me devuelven la sonrisa y continuan charlando ajenos al resto del mundo hasta que llega el autobús. Entonces el muchacho le coje de la mano con los ojos tristes, le da un beso dulce y sincero en los labios y le dice: "hasta luego"... Ella se gira mirando hacia el suelo, se monta en el autobús y le observa por la ventanilla hasta que el autocar está demasiado lejos como para verle.
Reconozco que soy un poco cotilla y que la primera mañana que les vi despedirse, con tanto amor y tanto cariño, pensé que no se volverían a encontrar en mucho tiempo y que por eso los dos tenían esas miradas tan mustias. Pero a la mañana siguiente allí estaban otra vez, puntuales, así que tuve que quedarme con la idea de que quizá, cuando se ama, cualquier despedida es triste.

Ayer hacía mucho frío. 2 grados centígrados, dijo el señor del tiempo por la radio mientras me ponía dos pares de calcetines uno sobre otro (el derecho primero y después el izquierdo). Me puse el chaquetón y salí de camino a la parada pensando en lo bonita que estaría Málaga si nevase alguna vez y todo se cubriese de blanco, como en las películas. Y cuando mi reloj marcó las 7:05 y me coloqué al final de la cola de la parada del autobús... les vi. Bueno, en realidad le vi a él, rodeando con su propio abrigo a la chica que, acurrucada en su regazo e inmóvil, tan sólo enseñaba los pies por debajo. Los dos quietos y en silencio, ausentes, como si la vida que giraba y paseaba a su alrededor no tuviese nada que ver con ellos. Tan sólo estaban él, ella y los 2 grados de temperatura tras el abrigo.
Le saludé a él con la mano y la sonrisa, como de costumbre, y me devolvió el saludo esta vez con un ligero castañeteo de dientes. Ella no me vio, claro, puesto que seguía envuelta por el abrigo y los brazos de su novio y no parecía dispuesta a volver a la fría realidad matutina.

El autobús tardó cinco minutos más de lo habitual, y con éllos todos los que estábamos allí nos pusimos a protestar, a quejarnos por el frío y a poner verde el sistema de transporte público malagueño. Todos menos ellos dos, que hubiesen podido continuar en su posición de estatua cariñosa hasta el fin de los tiempos, bajo nieve o huracán.

Cuando por fin el autobús llegó y los presentes fuimos entrando uno a uno, me giré para observar cómo él besaba a su amada en la frente para sacarla de su estado de hibernación, le decía algo al oído con los ojos más cariñosos que he visto jamás y le abrochaba el último botón de la chaqueta. Ella le dio un beso en los labios, agradecida, y le regaló el "hasta luego" más triste de la Galaxia justo antes de separarse.
La chica subió al autobús detrás de mí y se sentó a mi lado, en la ventanilla, para poder seguir observándole mientras nos alejábamos camino del centro. Él todavía tuvo tiempo de lanzarle otro beso antes de cerrarse su abrigo y volver a donde quiera que pase su día.... sin ella.

No lo saben y seguramente ni sospechen ser importantes para nadie... pero gracias a ellos vuelvo a tener fe en el amor.